El laberinto peruano

Por: Fernando de la Flor Arbulú

En cualquier conversación entre peruanos aparece la pregunta de qué nos está pasando como país. Cómo hemos llegado a esto: una extraña mezcla de confusión y desesperanza podría ser una buena síntesis, que no cambia por la reciente marcha pacífica del pasado 19 de julio. Y es que no es una situación repentina. Es difícil ubicar el inicio de este momento desalentador, pero el año 2016 puede ser una aceptable señal.

En efecto, a partir de ese año empiezan una serie de desaciertos que van configurando el desánimo en el cual estamos. Situémonos previamente en el 2001: el Perú estaba en un franco proceso de recuperación: las cifras económicas lo que hacían era mejorar, las amplias brechas sociales se acortaban, el país crecía a buen ritmo, la cantidad de pobres se reducía, y la actividad política tendía a normalizarse. A nadie se le ocurría plantear, iniciado el siglo XXI, la destitución del presidente de la República recurriendo a la figura de la incapacidad moral permanente, ya que había sido elegido por mandato del pueblo para gobernar cinco años, de la misma manera que tampoco estaba en los planes de nuestros gobernantes clausurar el Congreso, cuyos representantes también habían sido elegidos democráticamente por igual período. 

No nos engañemos, sin embargo: el Perú seguía (y sigue) siendo un país de notables desigualdades; las diferencias entre Lima y el interior se mantenían, pero, en general, había la sensación de que las cosas se estaban administrando apropiadamente, con una meta y buenas dosis de esperanza. Claro, no dejamos de ser un país informal en el que la mayoría de peruanos en edad de trabajar tiene que buscársela diariamente, pero aun así había una luz al final del túnel: se vislumbraba un camino, algo por lograr.

El año 2016 fue, pues, un punto de inflexión, que marca el inicio de la debacle: la actividad política tuvo un cambio radical en su propio y acelerado deterioro y, como es natural, contagió a todos los demás quehaceres, afectando el ánimo esperanzador que empezó a desdibujarse con igual rapidez y profundidad. Es el momento en el que se incorpora en el lenguaje popular la destitución del presidente de la República (llegamos a seis en igual número de años), el estéril enfrentamiento entre los actores políticos, el cierre del Congreso y la apresurada elección de sus nuevos representantes, y como cereza del pastel, la terrible pandemia que enlutó a más de 220 mil familias peruanas.

Que Dina Boluarte, elegida en la fórmula electoral de Perú Libre (el único partido declarado marxista leninista) y habiendo formado parte del desastroso gobierno de Pedro Castillo hasta días antes de su intentona golpista, sea presidenta de la República, mantenida por una mayoría del Congreso que semanas antes la quiso destituir, a pesar de la sucesión constitucional, es la mejor demostración del laberinto político en el cual está el Perú.

La reconocida intelectual Hanna Arendt concibió una teoría: la banalidad del mal la llamó. Se resume así: hay gente aparentemente normal que hace barbaridades.

Fuente: Caretas

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