Martín Tanaka. Profesor Principal PUCP – Investigador IEP.
Parte I
Es notorio la escasa expectativa respecto a las elecciones regionales y municipales del 2 de octubre; y es que la actitud se entiende perfectamente. Veinte años después de iniciado el actual proceso de descentralización, podríamos afirmar que este proceso se ha vaciado de contenido. En realidad, después de plantearse metas excesivamente ambiciosas, que terminaron mal, pasamos a una lógica de minimizar su alcance, con lo que ni los gobiernos regionales ni los locales están en condiciones de atender los problemas que más preocupan a los ciudadanos, más allá de la demagogia de los candidatos que prometen cosas que jamás podrán cumplir. Lo que sí está relativamente a su alcance es la realización de obras puntuales desperdigadas en el territorio, que no responden necesariamente a una planificación del desarrollo o una priorización en función de la atención a la población más vulnerable o el cumplimiento de metas definidas; muchas veces su implementación depende de los caprichos o intereses de la autoridad de turno, cuando no de la complicidad de intermediarios o empresas contratistas ejerciendo presión para beneficiarse de estas obras. Además, el escepticismo ciudadano expresa la constatación de que, aun cuando los partidos nacionales y la práctica política están tremendamente desprestigiados, el mundo de los movimientos regionales y de la política regional y local puede resultar aún peor. Podría decirse que algo se ha intentado avanzar en promover una reforma de los partidos nacionales, con todas sus limitaciones, pero no ocurrió algo equivalente para los movimientos regionales. No es de extrañar, pues, la respuesta ciudadana.
La actual etapa descentralista inició con el nuevo siglo, con mucho voluntarismo, pero también con mucha improvisación. Muy rápidamente el diseño inicial colapsó, las regiones propiamente dichas nunca llegaron a constituirse, y nos quedamos con regiones sobre la base de los departamentos, cuestión que nadie había imaginado como algo deseable, pero que se terminó asentando con el paso del tiempo. En el contexto del boom del crecimiento económico se buscó transferir presión política y responsabilidades a las regiones y municipios, pero esto no hizo sino desnudar la precariedad y el escaso desarrollo de capacidades en estas instancias de gobierno, con lo cual terminamos con un esquema caótico de competencias y responsabilidades superpuestas, en las que diferentes niveles de gobierno se echan mutuamente las culpas de los problemas sin atender. En cuanto al manejo presupuestal, el gobierno central tiende a transferir recursos, pero con un conjunto de candados y tiempos que al final limitan la acción de autoridades que quisieran trabajar mejor, pero que no terminan siendo eficaces para evitar el mal manejo de estos o la extensión de la corrupción.
Hemos pasado por varias etapas en el este proceso descentralista. Al inicio, entre 2002 y 2006, pensábamos que los partidos nacionales podrían relegitimarse a partir de buenas gestiones regionales, pero en realidad lo que ocurrió es que fueron desplazados por movimientos regionales, que tendieron a fragmentar la comunidad política. Entre 2006 y 2013 pensamos que emergerían nuevos liderazgos desde las regiones que ayudarían a renovar la política nacional, pero personajes como Yehude Simon, César Villanueva o Martín Vizcarra no terminaron, por decirlo amablemente, cumpliendo esa promesa. Y desde 2014 empezamos a ver cada vez más presidentes regionales denunciados, investigados, detenidos y encarcelados por actos de corrupción; al mismo tiempo, la llegada al poder de líderes con discursos demagógicos, extremistas, que tampoco llegaron a consolidarse. Desde entonces, el vacío y la falta de rumbo en el proceso intentó cubrirse con los Consejos de Ministros descentralizados, Consejos de Coordinación Intergubernamentales, las Cumbres de Descentralización, los GOREs ejecutivos, etc., buscando soluciones ad-hoc y de corto plazo a la agenda más inmediata.
En realidad, lo que correspondería hacer es una revisión profunda del actual modelo e iniciar un proceso de reformas. Está claro que persistir con la actual inercia generará aún más frustraciones.
Comentaba la semana pasada sobre la escasa expectativa respecto a las elecciones regionales y municipales del próximo 2 de octubre, y que ella se entiende perfectamente. El proceso de descentralización, que cumple veinte años, parece haberse vaciado de contenido; en este momento, ni los gobiernos regionales ni los locales están en condiciones de atender los problemas que más preocupan a los ciudadanos, y lo que sí pueden hacer responde más a los caprichos o intereses particulares de la autoridad de turno. Al mismo tiempo, en los últimos años la política subnacional se ha poblado de liderazgos que ven en la política una oportunidad para desarrollar sus intereses privados y proyectos personales, con lo que las autoridades subnacionales se han visto seriamente cuestionadas por escándalos de corrupción y al mismo tiempo por la demostración de clamorosas fallas de eficacia en las gestiones. Así, estamos atrapados porque de un lado el gobierno central queda “muy lejos” de las preocupaciones regionales o locales, pero del otro desconcentrar y descentralizar hacia estos ámbitos parecería un salto al vacío de consecuencias imprevisibles.
Y es que un eslabón fracturado particularmente crítico en esta historia es el debilitamiento no solo de las elites políticas nacionales, también de las regionales. Diversos trabajos han documentado el debilitamiento de estas, la otra cara del centralismo del que adolece nuestro país. El centralismo implica una distribución territorialmente injusta, pero es causa y consecuencia del debilitamiento de las elites regionales: no existen en la actualidad ni grandes poderes económicos capaces de levantar grandes propuestas de desarrollo; ni grandes centros de creación intelectual, capaces de generar nuevas visiones o propuestas de país, o en todo caso no capaces de competir con las que se producen desde el centro; ni grandes liderazgos políticos capaces de proponer una alternativa o recambio a los desprestigiados liderazgos del centro. En medio de este vacío, poderes económicos informales y liderazgos políticos precarios y personalistas han terminado ocupando el espacio. Nuevamente, no hay razones para extrañarse por el escaso entusiasmo ciudadano.
Frente a este panorama, en el que las poblaciones más excluidas tienden a sentirse cada vez más fuera del sistema político, la respuesta parece pasar por una aún mayor fragmentación del territorio. Centros poblados y comunidades pugnan por convertirse en distritos para asegurar una renta mínima del presupuesto público, dado que el éste no sigue una lógica de beneficiar a la población más vulnerable. Con esa lógica hemos terminado fragmentando en extremo nuestra lógica de gobierno; y al compás de ésta, hemos hecho más grave el problema del liderazgo y capacidades. La realidad es que es imposible tener en todas las regiones, municipios provinciales y distritales políticos, funcionarios, profesionales, proveedores, contratistas, con una mínima solvencia que hagan posible gestiones con mínimos de eficacia y honestidad. Este es un tema que Jaime de Althaus ha resaltado con acierto en su última columna en este diario.
Urge repensar la descentralización con una lógica que contrarreste las tendencias que se han establecido en los últimos años. Esta elección podría ser el primer paso para la depuración de un número excesivo de partidos nacionales y movimientos regionales. Además, deberíamos incentivar, favorecer mecanismos como mancomunidades y asociaciones entre regiones y municipios para poder apuntar a servicios y acciones que cubran territorios contiguos. Fortalecer las regiones y municipios provinciales como espacios de coordinación territorial; y hacer que la reforma del sector público incluya a las regiones y provincias, para poder atraer a buenos profesionales. Fortalecer las capacidades de investigación de las universidades en todas las regiones, para lo cual muchas veces ya existen los recursos necesarios. Claro que todo esto requiere de un compromiso e interés que ni el actual liderazgo en el ejecutivo nacional, ni en el Congreso, ni aparentemente tampoco en las regiones o municipios está particularmente presente. La discusión sobre la necesaria reforma de la descentralización debe surgir desde la sociedad y desde los liderazgos políticos responsables.
Fuente: Diario El Comercio