Por Mauricio Muñoz.
El fútbol sudamericano es una metáfora hermosa donde el derrotado no existe, o al menos, eso se me vino a la mente cuando Paredes pateó el penúltimo penal argentino en esta final del mundo. No sabía todavía si el país sudamericano iba a ganar el mundial –lo azaroso de este juego lo hace caótico también- pero me quedaba claro que no había más que demostrar, no había egos por salvaguardar ni nación vencida; todas las cosas quedaban claras al momento de fundirse en un abrazo el pateador y su compañero arquero: la victoria ya no era ajena.
¿Cómo podía un juego tan simple representar tan bien a una región apabullada por la más inmensa de las indiferencias? Quizás porque la historia nuestra está enmarcada en dicotomías donde el poder ha jugado un papel elemental, narrativas viles donde el héroe desafortunado tiene que sortear la cuesta arriba: sea contra un país imperialista, frente a un conglomerado económico o ante un equipo francés plagado de estrellas.
La historia debe pertenecerles únicamente a los valientes, a los atrevidos y gambeteadores. Quien reniegue de aquellos no entendería jamás la más humana de las cualidades puesta en contexto preciso: el orgullo ante la adversidad. Y es ese motor emocional el que mueve a cada uno de los nuestros a formarse con el llamado a cambiar su realidad. A no dejar que las injusticias prevalezcan y a saber formarse con el objetivo de cumplir con tal llamado.
Sí, el fútbol es ese hermoso espacio donde podemos retar a aquellos que pareciera que no pueden ser retados. Que la hazaña de Messi, Scaloni y compañía sirva de recordatorio para chicos y chicas de que no hay victoria más hermosa que aquella que va contra lo establecido y que derrumba el mito de lo imposible.
Publicado en Diario La Industria.