El lado oculto de la violencia o la reminiscencia triste de décadas pasadas

Por: Fernando Ignacio Carbone Campoverde

Con más de 60 años, reconozco en lo que hoy vivimos, hechos vividos en un pasado no muy lejano.

En los 80 perdí colegas, compañeros de trabajo y amigos en manos de una violencia, cruel, insana y autodestructiva, que pregonaba no solo la lucha de clases, sino la propuesta Polpotiana de exterminar a parte de la sociedad peruana por “indeseable, explotadora y alienada”. Solo cuando los líderes y mandos medios fanáticos e ideologizados del terrorismo cayeron, esta marea de muerte y destrucción se detuvo, aunque no del todo. Nos costó decenas de miles de muertos, mutilados, huérfanos, y de millones de pérdidas materiales, que aún nos siguen marcando.

A partir de los 90, la tala y minería ilegal, el narcotráfico, el tráfico de terrenos y otros, ganaron espacio y notoriedad. Sumados a una creciente corrupción institucionalizada y, peor aún, normalizada, crearon un caldo de cultivo que generó estallidos sociales a inicios del nuevo siglo y, no por coincidencia, en lugares como Puno y Arequipa. Recuerdo a autoridades electas que inicialmente encabezaron e impulsaron protestas, y que luego pedían ayuda al haber perdido el control de la situación a manos de extremistas con otras agendas, que incluso pretendían arrebatar los cadáveres de los fallecidos a sus familias, para exhibirlos y pasearlos por las calles para enardecer más aun a la población. Recuerdo el dolor profundo de las familias que querían saber ¿por qué había sucedido?, que se hiciera justicia y poder enterrar en Paz a sus hijos. Recuerdo el desconcierto, pesar y angustia de policías y soldados por lo sucedido. Y recuerdo, peor aún, que el supuesto y difuso motivo de las protestas, se desvaneció en pocos meses, incluso llegando a desarrollarse las inversiones que motivaron la “reacción de la población”, sin una nueva reacción al respecto.

A partir de hechos tan penosos como los anteriores y de otros ocurridos antes, durante y después de los señalados y que se suman a los mismos, aprendí o confirme algunas cosas que me permito compartir:

La Paz siempre precisa de la Justicia. Pretender una sin la otra no es posible. Y a ambas debe acompañarlas siempre la Verdad; verdad en el decir, prometer y cumplir.

La violencia siempre genera más violencia; hay un momento en que la misma inevitablemente se sale de control, generando excesos en uno y otro lado involucrados por la misma, y que pueden devenir, en la medida que la situación se prolongue, en actos de un grado de agresión difícil de imaginar. Aquí intervienen mecanismos instintivos y primitivos muchas veces de miedo, supervivencia, descontrol de impulsos de ira y odio, entre otros. La violencia puede despertar el peor lado de personas y colectivos, si la razón es opacada u ofuscada.

La “mano que lanza la piedra”, quienes impulsan la violencia, siempre se ponen a buen resguardo; se mantienen seguros en la sombra y dejan que las personas enardecidas asuman las consecuencias, pongan el pecho, o, dicho, en otros términos, hagan de “carne de cañón”; usan mecanismos de desinformación o de exacerbación de las pasiones. De todo esto sacan provecho para sus fines ideológicos o económicos, que les favorecen en términos personales o de colectivos, que no guardan relación con las legítimas aspiraciones y/o necesidades de la población, pero si se aprovechan de la desatención de las mismas. Esto se corta, solo cuando todos nos empeñamos en desenmascarar a estos utilitaristas del dolor y el sufrimiento humano.

Todos (menos los instigadores ocultos) asumiremos el costo humano, social y económico consecuencia de la violencia. La fractura en las relaciones societarias e institucionales, tomará mucho tiempo para sanar; y el daño económico por lo dejado de percibir y para recuperar lo dañado o perdido, saldrá del mismo presupuesto que debería orientarse a las necesidades sociales que eran la bandera de las protestas de la población.

La violencia se detendrá cuando TODOS nos involucremos en lograr que así sea.

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