Por: Belkis Wille
El olor afrutado del chile llenó mis fosas nasales mientras bebía un sorbo del mezcal que Juana Amaya Hernández me había servido. Estaba bebiendo directo de un chile de agua, un chile grande de color verde claro oriundo de Oaxaca, con el borde bañado en sal de gusano casera, que se elabora incorporando gusanos de agave molidos a la sal de cocina, y el sabor metálico me cosquilleaba la lengua. “Así es como bebemos mezcal en el campo”, me dijo Hernández.
Mis amigos y yo estábamos en el patio de un restaurante de Zimatlán de Álvarez, una tranquila ciudad oaxaqueña, en un viaje de dos semanas en el que nos quemamos los labios con tal de llegar al corazón de los chiles mexicanos. Éramos los invitados de Hernández, de 67 años, una mujer corpulenta de gruesas gafas, un vestido colorido y pendientes hechos con tiras de granos secos de maíz azul. Hernández, otrora abogada penalista, había cambiado de rumbo para pasar sus días en su restaurante, Mi Tierra Linda, en el que sirve las recetas de sus abuelas.
Me paso el día documentando crímenes de guerra para Human Rights Watch en Ucrania. Pero dedico mi tiempo libre a la comida: a cocinar, leer, ver programas de televisión y planear viajes en torno a ella. Después de penosos viajes al frente, con días dedicados a entrevistar a decenas de víctimas de los peores abusos de la guerra, sé que puedo volver a casa, a Kiev, y encontrar algo de alivio en la cocina, preparando comida impregnada de amor, como hace Hernández.
En 2018, mi esposo y yo visitamos la ciudad mexicana de San Miguel de Allende, donde descubrimos un museo que alberga una asombrosa colección de máscaras ceremoniales. El dueño del museo dijo que había viajado a todos los rincones del país para presenciar las ceremonias en las que se utilizaban y luego comprarlas para el museo.
Su historia me inspiró. Tenía un próximo sabático de tres meses, un descanso que Human Rights Watch da a todos los empleados por cada siete años de trabajo. Sabía que la comida sería parte de esa oportunidad de recargar energías, así que empecé a planear mi propio viaje por México, siguiendo no máscaras sino chiles.
El calentamiento
Uno de los primeros platos que recuerdo es el de un tazón de fideos chinos en una feria de Zúrich, donde crecí, cuyo picor me hizo llorar. Durante años evité el picante. Pero a los veintipocos años decidí que ya era suficiente. Así que empecé a obligarme a comer chiles para educar mi paladar.
En cuanto pude tolerar el picor, comencé a deleitarme con sabores emocionantes escondidos en el picante: notas afrutadas, ácidas, amargas, brillantes o ahumadas, a veces por etapas, a veces todas al mismo tiempo.
En febrero volví a México. Me inscribí en un curso culinario intensivo de dos semanas en la Escuela de Gastronomía Mexicana de Ciudad de México. Mi objetivo era aprender algo de español (partía de cero) y encontrar expertos que me ayudaran a planear mi viaje por tres estados ricos en chiles: Puebla, Veracruz y Oaxaca. Hice planes para viajar con algunos amigos aventureros, teniendo en cuenta los consejos de la gente de la capital y la recomendación vigente del Departamento de Estado de EE. UU. de “extremar precauciones” en esas regiones debido al riesgo de delincuencia en los tres estados, así como el riesgo de secuestro en Puebla.
En clase, enseguida me di cuenta de que aún me quedaba mucho por aprender. El primer día, cuando mi profesor explicaba una receta que haríamos con chiles chipotles secos, le pregunté si alguna receta llevaba chipotles frescos. “¿Te refieres a los jalapeños?”, me contestó. Mis mejillas se pusieron tan rojas como un chile mirasol maduro. Yo era la única de la clase que no sabía que los chiles suelen tener nombres diferentes cuando están frescos y cuando están secos.
El efímero poblano
Nos dirigimos hacia el sur, al corazón del país del chile, en busca de un clásico mexicano: el chile poblano. En un invernadero cercano a Juárez Coronaco, un poblado al noreste de Puebla, nos encontramos con Leopoldo Ramírez, de 58 años, un hombre alto que lleva un sombrero de ala ancha y un cinturón con una cabeza de vaca de metal en la hebilla, y Jessica Andrade, de 42 años, quienes dirigen la cooperativa de agricultores Guardianes de Calpan. Polo, como le dicen a Ramírez, es uno de los principales productores de chiles poblanos de Puebla, un chile que, según explicó Andrade, fue creado en el siglo XVIII por monjes franciscanos que cruzaron chilacas locales con morrones de Asia. El resultado es un chile más ancho y alargado, menos picante y con un sabor herbal.
Ramírez explicó que los “verdaderos” chiles poblanos germinan en febrero, pero no se cosechan sino hasta julio o agosto, así que si alguna vez has comido chiles poblanos frescos fuera de esos dos meses, son impostores. Según Ramírez y Andrade, hasta el 80 por ciento de los chiles poblanos que se consumen en México se cultivaron en China con pesticidas, lo cual produce chiles de piel más gruesa que carecen del verdadero sabor poblano, gran parte del cual procede del suelo volcánico de Puebla. No se puede exagerar la importancia de estos chiles en la región: en la época de la cosecha han llegado hombres armados por la noche para cargar camiones con productos robados, afirmó Ramírez.
Si no puedes visitar Puebla durante esa breve oportunidad de verano, puedes disfrutar de los verdaderos poblanos solo en su forma seca, ya sea como chile ancho o mulato. Pero, según Ramírez, contradiciendo a mis profesores de cocina y a mis investigaciones en internet, no se sabe si se va a obtener el chile ancho, de color rojo oscuro y ligeramente amargo, o el mulato, más rico y de color marrón chocolate, hasta que el chile tiene la oportunidad de exponerse al sol y marchitarse.
Al día siguiente fui de puesto en puesto en el mercado de abastos de Puebla, preguntando si alguien tenía semillas de poblano a la venta (Ramírez había germinado todas las suyas y no tenía ninguna para compartir), con la esperanza de poder llevarme algunas semillas y cultivarlas en Kiev. Una y otra vez me decían que todo lo que podía encontrar eran semillas de China, y finalmente desistí de mi búsqueda con un pensamiento decepcionante: nunca había probado un poblano de verdad, y lo más probable es que nunca lo hiciera. Su naturaleza efímera, me di cuenta, es lo que hace al poblano tan especial.
El valioso chiltepín
La llovizna a la que los veracruzanos llaman “chipi-chipi” caía sobre los templos de terrazas con intrincados relieves y las ruinas cubiertas de hierba de El Tajín, antaño una de las ciudades más grandes e importantes de Mesoamérica. Bajando por un sendero estrecho a unos cinco minutos de distancia, encontramos a una de las cocineras más reconocidas de la cocina tradicional mexicana y fundadora de Mujeres de Humo, un colectivo de cocineras de Veracruz: Martha Soledad Gómez Atzin, quien prefiere usar el apellido Atzin nos esperaba en una choza de carrizo con cocina.
Los chiles chiltepín verdes y rojos, pequeños y en forma de gota, sobresalían sobre una mesa de ingredientes que incluía calabazas, tomates cherry y otros chiles, como el árbol y el jalapeño rojo. Los chiltepines son de color esmeralda intenso al principio, y luego, cuando maduran en el tallo o se secan, adquieren un color escarlata que los hace similares a las grosellas.
Las ayudantes de Atzin nos enseñaron a hacer tortillas a mano. En el comal, tostaron semillas de calabaza con los chiltepines secos, luego los molieron hasta obtener un polvo fino, con el que rociaron las tortillas por un lado. Para terminar, agregaron una cucharada de manteca derretida sobre cada tortilla. Cada bocado ofrecía la mezcla perfecta de la tortilla terrosa, la riqueza de la manteca, el sabor a nueces de las semillas de calabaza y el picante de los chiltepines, que capturaba esa sencilla perfección por la que tantos cocineros luchan y que pocos platos pueden alcanzar.
Aún estaba saboreando cada bocado cuando presenciamos los Voladores de Papantla, una danza religiosa del pueblo totonaca en la que los danzantes se ofrecen a los dioses y, a cambio, les piden lluvia. Cinco hombres subieron a una plataforma en lo alto de un poste metálico de unos 30 metros. Uno empezó a tocar, con una flauta y un pequeño tambor, canciones dedicadas al sol, los cuatro vientos y los puntos cardinales. Los otros cuatro hombres se lanzaron desde la plataforma con cuerdas alrededor de la cintura atadas a la plataforma, aparentando emprender el vuelo. Giraron lentamente alrededor del poste, boca abajo, bajando con gracia hasta el suelo en un espectáculo hipnotizante.
El abrasador chile manzano
Hasta entonces había tolerado con facilidad el picante de casi todos los chiles que había probado desde mi llegada a México. Pero eso estaba a punto de cambiar.
Coatepec, en el centro de Veracruz, es la capital del café mexicano. Nos calentamos con una deliciosa taza y un pan dulce mexicano caliente, en la panadería el Resobado, donde el horno arde 24 horas al día, siete días a la semana, desde hace más de 100 años. Pero nosotros habíamos venido a comer un chile manzano relleno.
El chile manzano es de color amarillo claro, crocante y dulce, con notas terrosas y ahumadas. También puede ser uno de los chiles más picantes, junto con el habanero. Nunca me había topado con el manzano antes de este viaje: es imposible secarlo debido a su alto contenido de agua, por lo que siempre aparecen hongos durante el proceso de secado. Esto significa que pocas personas fuera de México han tenido la dicha de comer uno.
En el mercado de Coatepec fuimos a un pequeño restaurante al aire libre y nos sentamos en una mesa cubierta con un mantel de plástico rojo de Coca-Cola. Pedimos chiles manzanos rellenos de queso, cebollas y verduras y un chile jalapeño capeado relleno.
Apenas toleré un par de mordidas del manzano. Se sentía como si al interior de mi boca y garganta hubiera un incendio forestal. Tuve que admitir la derrota y tomé varios sorbitos de agua fresca, sosteniendo cada uno en la boca para apagar el fuego. Cuando por fin probé el jalapeño capeado, me sorprendió que lo sintiera dulce y nada picante.
El inolvidable chile de agua
El recuerdo del mezcal que tomé de un chile de agua un día antes seguía en mi boca mientras recorríamos un laberinto de caminos de tierra en busca de Xhobe Humo y Sal, el restaurante del chef Juan José Valencia y su madre en la localidad oaxaqueña de Miahuatlán de Porfirio Díaz.
Por fin encontramos el conjunto de edificaciones entre campos de cultivo, el mayor de los cuales es un mar de agaves con rosetas azul grisáceo que se extienden en el horizonte.
Valencia, de 29 años, nos dio una cálida bienvenida y luego se lanzó de lleno al menú que íbamos a preparar: una salsa “borracha”; una salsa de chile pasilla; chiles tusta en escabeche; chileatole (sopa de chile y maíz); y dos chiles rellenos: uno pasilla seco relleno de una mezcla de carne de cerdo, especias, pasas, almendras y tomates y el otro, un chile de agua fresco relleno de pollo, especias y tomates.
Después de varias horas en la cocina —y de que Valencia nos preparara varias bebidas deliciosas, incluido un tepache casero, que se elabora con piña fermentada y se sirve con cerveza y un toque de mezcal— nos sentamos todos juntos como una familia en una larga mesa bajo un árbol del patio. El chile de agua era efervescente y tan delicioso como su aroma — dulce, ácido y terroso— me lo había sugerido el día anterior en el que fue utilizado como mi caballito de mezcal.
Había venido a México para aprender sobre los chiles e intentar poner su esencia en una botella que pudiera abrir en mi cocina de Kiev. Pero mientras contemplaba el campo de agaves rodeada de gente que pasaba su vida entre estos chiles, me di cuenta de que el alma de los chiles cobra vida en estas cocinas: es parte de estas familias que han transmitido su magia de generación en generación.
Podía comprar bolsas de chiles secos, llevarlas a Kiev y cocinar las salsas, los moles y los chiles rellenos tal como me habían enseñado todas las personas a largo de mi viaje. Pero sin esa magia, los platos nunca sabrían igual.
Fuente: The New York Times