Por: Javier Colina Seminario
El gran sueño de los próceres de la Independencia era que lo que hoy llamamos América Latina se convierta en un paraíso republicano, donde impere la democracia, y nuestros gobiernos actúen lo más alejado posible del autoritarismo monárquico. Elemento esencial del sueño republicano era la conformación de un sistema político democrático. Entendiendo éste como el ámbito en el cual el poder reside en el pueblo que elige a sus gobernantes, quienes deben ejercer su función en beneficio de toda la comunidad.
La soberanía popular, la libertad, la igualdad ante la ley, la participación en las decisiones de gobierno a través del voto u otros mecanismos, y la alternancia del poder era lo esperado.
Lamentablemente, dicho sueño poco a poco se fue decantando en una pesadilla militarista y autoritaria. Las crónicas de los últimos doscientos años nos dan cuenta de cuán poco ha habido de democracia entre nosotros, a pesar de todos los membretes y declaraciones que adornan nuestras constituciones; y muchos de quienes han estado en el poder han pasado de ser los protagonistas de los partes militares a ser los investigados en los atesados policiales.
La democracia es un avance en la evolución del hombre como parte de un cuerpo social. Significó limitar el poder absoluto del gobernante, quien era el amo y señor de la vida de sus súbditos, los territorios y cuanto hay sobre la tierra. Con el advenimiento de la democracia las decisiones de gobierno no son más potestad de un soberano unipersonal con la testa ceñida con oro, plumas o cualquier material que exponga su dignidad, sino que las decisiones de gobierno pasan a ser potestad del soberano social: el pueblo, que decide tomar las riendas de su destino. Finalmente, estamos convencidos que la democracia es la expresión social de una condición natural del ser humano: la libertad. Solo en una verdadera democracia se garantiza que todos los hombres aspiren a una realización plena, en ejercicio de su libertad física y espiritual.
Empero, la democracia implica no solo un cambio de idea en las élites, sino que sobre todo requiere un cambio en la mentalidad de los gobernados; quienes deben incorporar a su bagaje de conocimiento y valores el concepto de la autodeterminación de los pueblos y asumir que cada persona es importante en el engranaje democrático.
Hemos señalado que la democracia debe comprender la dimensión humana de los conocimientos, pero sobre todo el ámbito de sus propios valores, es decir la democracia debe estar internalizada en la forma de ser ya actuar de cada persona. No es igual que alguien sepa que tiene que votar (dimensión cognitiva) quizás acuciado por la ley electoral, que alguien sienta el acto electoral como un deber moral (dimensión valorativa). En este último caso el ciudadano ha incorporado la democracia como un valor personal tanto como puede ser la honradez, la veracidad, la lealtad, etcétera. La democracia madura allí donde los individuos que conforman una sociedad se sientan parte del “pueblo soberano” y pasen a ser verdaderos ciudadanos.
Asumir la democracia como valor personal no es tan sencillo como parece; si lo fuera no tendríamos que escuchar de tiempo en tiempo necedades como “lo que este país necesita es un Pinochet”, que no es otra cosa que la confesión de no sentirse parte de una sociedad democrática y peor aún, una confesión de que no se quiere ser una persona libre. Muy elocuente fue aquel dirigente de la izquierda peruana que dijo que su partido no cree en “pelotudeces democráticas”. Ambas expresiones -de gente que está en las antípodas ideológicas- demuestran que para un gran parte de la población la democracia no significa nada. Para ellos un rey, un cacique, un dictador militar o un émulo de Stalin da igual; el personaje así entronizado es quién tiene que solucionar los problemas del país. Si para ello prescinde de la División de Poderes o se mediatiza el respeto a los Derechos Humanos queda justificado si es funcional a los objetivos del poder político.
Se desprecia de esa manera a la sociedad organizada democráticamente, que por supuesto debe tener sus instituciones funcionales.
Para muchos -entre quienes me incluyo- el actuar cívicamente, el ser un demócrata, es un problema de (falta de) educación en democracia. La democracia se cultiva. Se aprende a ser demócrata. Por tanto, además del contexto institucional, se necesita un espacio de crecimiento en el espíritu democrático. Debe cultivarse en el hogar y la escuela; sin embargo, no es un secreto que desde hace tres décadas la escuela ha sido desprovista de las herramientas de formación humanista que hace ciudadanos libres, para privilegiar la formación de tecnócratas y consumidores. El imperativo actual es tanto construir democracia como formar demócratas, conscientes de su de importancia en la estructura social y comprometidos con su comunidad. De lo contrario seguiremos eligiendo todos los avezados e improvisados que nos ponen las organizaciones criminales que se disfrazan de partidos políticos.
Muy bien los buenos deseos y las buenas intenciones, pero es preciso mirar adentro. Si nos guiamos únicamente por ideales y utopías sin mirar nuestros quereres de cada día sucede lo que venimos teniendo.
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