Durante las últimas dos décadas, el Perú ha experimentado períodos de crecimiento económico notables, en gran medida gracias a la demanda externa de materias primas, minerales y productos agroindustriales. Estos avances han contribuido a reducir la tasa de pobreza del 50 al 20%, evidenciando una disminución temporal más que estructural. Sin embargo, tras la crisis sanitaria, se ha observado un aumento de la pobreza, situándose en torno al 40%, así como altos niveles de informalidad (80%), inseguridad alimentaria (afectando a 17 millones de peruanos) y brechas en infraestructura y servicios que, lejos de cerrarse, se amplían cada vez más. Esta situación representa un peligroso retraso para los avances logrados en términos de competitividad en general.
La descentralización del Estado y la asignación creciente de recursos para este nuevo sistema, en lugar de impulsar el crecimiento y desarrollo, ha terminado convirtiéndose en oportunidades y espacios para la consolidación de uno de los mayores problemas persistentes en nuestra administración desde los tiempos de la república: la corrupción y la ineficiencia. Esto nos lleva a comprender que nos enfrentamos a una élite política, tecnocrática y empresarial que solo existen para saquear los fondos públicos, sin preocuparse por el presente y futuro de la sociedad.
El objetivo principal de este ensayo, basado en informes oficiales de organismos de control, judiciales y otras entidades públicas y privadas, es demostrar cómo la corrupción y la ineficiencia, arraigadas en el Estado, continúan intactas y muestran signos de crecimiento debido a la debilidad y, en muchas ocasiones, la complicidad de aquellos encargados de perseguir y castigar estos delitos. Estas problemáticas están erosionando los cimientos de nuestra sociedad, desestabilizando las instituciones estatales, debilitando el estado de derecho y generando dudas sobre la validez y utilidad de la democracia como forma de gobierno.