Por: Fernando de la Flor Arbulú
El Perú sigue concitando la atención del mundo. Ahora no es no por el mayor número proporcional de muertos por la pandemia, ni tampoco porque hemos tenido seis presidentes de la República en seis años, sino porque se ha producido el golpe de Estado más ridículo de la historia, el cual sin llegar a concretarse ha merecido la tolerancia de varios presidentes de países importantes de la región.
El fenómeno, que denota grados de cinismo incomprensible, tiene varios protagonistas. El principal es Pedro Castillo, quien legó para la posteridad la prueba incuestionable de su crimen contra la democracia. En un mensaje a la nación, trasmitido en vivo y en directo por televisión a nivel nacional, decidió disolver el Congreso, intervenir el sistema de justicia y gobernar por decretos instaurando una dictadura. El hecho es macizo, está grabado y no merece duda ninguna. La violación constitucional fue pública. Por eso es que se le destituye de su cargo de presidente de la República y por eso, también, el Poder Judicial ha ordenado su detención, previa audiencia en la que se respetó escrupulosamente el debido proceso, incluido el derecho de defensa.
Los otros actores de este típico sainete latinoamericano, como se ha anticipado, son varios jefes de Estado de la región, liderados por el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), quien declaró que Pedro Castillo sigue siendo el verdadero presidente del Perú y que su sucesora, Dina Boluarte, está ocupando el cargo ilegítimamente. En otras palabras, sostiene que no hubo ninguna afectación al orden democrático y que por tanto no cabía sucesión constitucional alguna. Además de delirantes, son declaraciones que cuestionan la larga tradición de la política exterior mexicana de no intervenir en los asuntos internos de otros países. Una lástima que AMLO haya agraviado dicha inequívoca línea de conducta internacional de México justificando hechos inadmisibles: Pedro Castillo intentó terminar con la democracia en el Perú y convertirse en un dictador.
Pero hay más protagonistas en esta memorable sucesión de hechos que transitan del humor negro a las malas maneras. El presidente de Colombia, Gustavo Petro, ha llegado al extremo de sostener varias falsedades que sumadas acreditan deliberada mala fe. Ha dicho que Pedro Castillo ha sido encarcelado injustamente, y que se le ha negado el derecho de defensa, lo cual es rigurosamente inexacto. No ha llegado al punto de repetir a AMLO sino de agregar algo más, totalmente falso.
Un último personaje de esta obra, que no actuó en los primeros actos ni compartió protagonismo con los disparatados papeles de AMLO y Gustavo Petro, es el presidente de Chile, Gabriel Boric. Se guardó para el final: en una reciente reunión internacional, olvidándose de la política de buena vecindad que encarna el Estado que ahora representa, reprendió al Perú por su actitud ante las protestas sociales.
¿Por qué los presidentes de países hermanos como México, Colombia y Chile actúan distorsionando los hechos hasta cuestionar nuestra amistad?